Hace un mes participé en un concurso literario que organizaba una agencia literaria. Dicho el fallo y no estar seleccionada, me permite compartir con vosotros el relato.
Aviso al lector: El texto está escrito en castellano y catalán (occidental)
Estación 2·J4RD3, Neo Gaia.
Año 15 DT.
Los
primeros acordes de Nocturno Op. 9 nº 2 suenan en mi habitación. Es
la señal que me indica que ya es de día. Es algo paradójico, pero
me encanta despertarme con la composición de Chopin.
La
estancia se ilumina con una luz semejante a la del Sol. Después de
la última guerra, vino el invierno nuclear y hace quince años que
los sobrevivientes no vemos al gran astro. A mí, personalmente, me
da igual. Nací al inicio de la contienda y nunca he visto la luz del
día, la de verdad.
—¡Buenos
días, Aloa! —la voz mecánica de la Estación 2·J4RD3, donde
vivo, me habla para asegurarse de que estoy despierta.
—¡Buenos
días, Mintaka! —ese no es su nombre, pero no me gustaba llamarle
por sus dígitos. Así que le puse el nombre de la estrella que más
me gusta.
—Es
lunes, 23 de abril del año 2035 después de Cristo.
Sonrío.
Mintaka estaba programada para decir la fecha según el año en el
que vivimos, pero la modifiqué después de una clase de Historia de
la Tierra. Mi manera de no olvidar lo que no viví.
Me
llamo Aloa, tengo diecisiete años y soy habitante de Neo Gaia. Éste
es el «Archivador de mi vida».
Los
días en la Estación son muy rutinarios. Nos levantamos, vamos a
clase, comemos y por la tarde entrenamos. Cada uno entrena en sus
disciplinas, aquellas actividades que no es bueno, es el mejor. Mis
disciplinas son Historia y tiro con arco. En pocas palabras, el día
de mañana enseñaré a los niños los errores que cometieron
nuestros ancestros. Eso, o tendré que dirigir a mi equipo en una
batalla y vencerá el que tenga mejor puntería... virtual. Nuestras
armas no son reales, son una especie de videojuego. El arco es real,
el carcaj es real; las flechas no.
Salto
de la cama, me pongo el uniforme y desayuno gachas. Vivo sola. Mis
padres murieron en el año 2020, cuando yo apenas tenía dos años.
Viví con mi abuela durante un tiempo, pero luego nos separaron. No
sé si está viva o muerta.
Cuando
termino, lo recojo todo y pongo mi mano en la puerta. Mintaka me
reconoce las huellas y abre.
—Que
tengas un buen día, Aloa. —se despide.
—Tú
también, Mintaka. —vuelvo a sonreír. Es lo más parecido a una
madre que tengo.
Mientras
bajo las escaleras hasta el centro de estudio, me coloco en la oreja
el intrauricular. Me lo mandó el Gobierno en mi último cumpleaños.
Una forma suave de decirme que, como ya era mayor de edad, podían
cambiar mis planes en el último momento. Nunca lo han hecho.
El
último tramo de la escalera lo bajo de un salto y cuando aterrizo,
una voz menos mecánica que la de Mintaka, pero menos humana de lo
normal, me avisa:
—Sujeto
Lores, tiene un paquete en el Centro de Transmisiones. Acuda lo antes
posible.
El
Centro de Transmisiones es nuestro sistema de envíos y recepciones
de paquetes. A mí nunca me han mandado nada, salvo el intrauricular,
así que la curiosidad hace que acelere mis pasos sin ni siquiera
pensarlo.
Me
cruzo con algunos amigos y con Emilio, mi profesor de Culturas del
Mundo. Es un hombre mayor, de pelo cano y arrugas en la comisura de
sus labios; de tanto sonreír.
—¿Dónde
vas con tanta prisa, Aloa?
—¡¡Tengo
paquete!! —grito con
entusiasmo.
—Hoy
es el Día del Libro. —me
informa— Hoy la magia
existe.
Le
sonrío, pero él ya no lo ve. Emilio nos enseñó, cuando eramos
niños, que los libros eran una puerta a la sabiduría, a la magia, a
un mundo sin límites. Desde entonces, soy una libresca. Una adicta a
la palabra escrita.
Cuando
llego al Centro de Transmisiones, freno en seco, apenas unas
milésimas de segundo hasta que las puertas se abren. Me dirijo a la
ventanilla de Recepciones, saludo y digo mi nombre. La mujer que me
recibe, me mira por encima de las gafas, no sonríe. Se va, coge un
paquete, me hace firmar en una pantalla, me lo da y ni siquiera me
dice «adiós». Pero no me importa.
A
través del intrauricular solicito permiso para llegar tarde a clase.
Me lo conceden y vuelvo a mi habitación.
Me
siento encima de la cama, intentando recuperar el aliento. Miro el
paquete. No hay remite, pero qué más da. Lo abro y me quedo
atónita.
Dentro
hay una caja. La abro con cuidado. Está llena de paquetes, cada uno
con una nota y un número.
Abro
el primero, es un NanoCD —un disco del tamaño de un anillo—. Le
doy al play y
sé que no dejaré de llorar en todo el día: es una grabación que
hicieron mis padres. Mi madre embarazada. Sonríen y no dejan de
saludar.
«Aroa,
quan veges açò, ja seràs
gran. Hui és el teu primer Dia del Llibre,
el sant del pare
i volem que, d'ací a uns
anys, veges com ha canviat el món i aquest dia. Ho celebrem
igual?... ».
Durante la grabación, mis
padres pasean por Las Ramblas de una Barcelona bulliciosa, con libros
por doquier, con flores, con mucha luz. La gente es tan feliz.
Cuando termina, le vuelvo a
dar al play. Mi madre haciendo cola para que le firmen un
libro, mi padre comprando rosas... mi Sant Jordi virtual. Mi e-Sant
Jordi.
Conozco la tradición porque
nos la han enseñado, pero nunca la he vivido tan intensamente.
Me seco las lágrimas y sigo
abriendo paquetes: un libro, un bloc de notas, un estuche con
bolígrafos y lápices... antes de abrir el último paquete, abro la
carta. Es de mi abuela:
«Xiqueta
meua, aquest records són dels teus pares. Després de tant de temps,
per fi t'he trobat. En uns dies seré al teu costat i que millor
manera d'avisar-te, que fer-ho com li hagués agradat al teu pare i a
la teua mare. Dins d'aquesta caixeta, trobaràs una rosa. No és de
veritat, ni tampoc virtual. És una rosa de paper. No fa olor, però
mai no morirà, ni tampoc s'espatllarà...».
Cojo la flor con cariño.
Antes de ser rosa, fue el capítulo de un libro.
Imagen sacada de aquí
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