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25 abr 2014

Una rosa de papel

Cazadores,

Hace un mes participé en un concurso literario que organizaba una agencia literaria. Dicho el fallo y no estar seleccionada, me permite compartir con vosotros el relato.
Aviso al lector: El texto está escrito en castellano y catalán (occidental)

Estación 2·J4RD3, Neo Gaia. Año 15 DT.

Los primeros acordes de Nocturno Op. 9 nº 2 suenan en mi habitación. Es la señal que me indica que ya es de día. Es algo paradójico, pero me encanta despertarme con la composición de Chopin.
La estancia se ilumina con una luz semejante a la del Sol. Después de la última guerra, vino el invierno nuclear y hace quince años que los sobrevivientes no vemos al gran astro. A mí, personalmente, me da igual. Nací al inicio de la contienda y nunca he visto la luz del día, la de verdad.
—¡Buenos días, Aloa! —la voz mecánica de la Estación 2·J4RD3, donde vivo, me habla para asegurarse de que estoy despierta.
—¡Buenos días, Mintaka! —ese no es su nombre, pero no me gustaba llamarle por sus dígitos. Así que le puse el nombre de la estrella que más me gusta.
—Es lunes, 23 de abril del año 2035 después de Cristo.
Sonrío. Mintaka estaba programada para decir la fecha según el año en el que vivimos, pero la modifiqué después de una clase de Historia de la Tierra. Mi manera de no olvidar lo que no viví.
Me llamo Aloa, tengo diecisiete años y soy habitante de Neo Gaia. Éste es el «Archivador de mi vida».

Los días en la Estación son muy rutinarios. Nos levantamos, vamos a clase, comemos y por la tarde entrenamos. Cada uno entrena en sus disciplinas, aquellas actividades que no es bueno, es el mejor. Mis disciplinas son Historia y tiro con arco. En pocas palabras, el día de mañana enseñaré a los niños los errores que cometieron nuestros ancestros. Eso, o tendré que dirigir a mi equipo en una batalla y vencerá el que tenga mejor puntería... virtual. Nuestras armas no son reales, son una especie de videojuego. El arco es real, el carcaj es real; las flechas no.

Salto de la cama, me pongo el uniforme y desayuno gachas. Vivo sola. Mis padres murieron en el año 2020, cuando yo apenas tenía dos años. Viví con mi abuela durante un tiempo, pero luego nos separaron. No sé si está viva o muerta.
Cuando termino, lo recojo todo y pongo mi mano en la puerta. Mintaka me reconoce las huellas y abre.
—Que tengas un buen día, Aloa. —se despide.
—Tú también, Mintaka. —vuelvo a sonreír. Es lo más parecido a una madre que tengo.
Mientras bajo las escaleras hasta el centro de estudio, me coloco en la oreja el intrauricular. Me lo mandó el Gobierno en mi último cumpleaños. Una forma suave de decirme que, como ya era mayor de edad, podían cambiar mis planes en el último momento. Nunca lo han hecho.
El último tramo de la escalera lo bajo de un salto y cuando aterrizo, una voz menos mecánica que la de Mintaka, pero menos humana de lo normal, me avisa:
—Sujeto Lores, tiene un paquete en el Centro de Transmisiones. Acuda lo antes posible.
El Centro de Transmisiones es nuestro sistema de envíos y recepciones de paquetes. A mí nunca me han mandado nada, salvo el intrauricular, así que la curiosidad hace que acelere mis pasos sin ni siquiera pensarlo.
Me cruzo con algunos amigos y con Emilio, mi profesor de Culturas del Mundo. Es un hombre mayor, de pelo cano y arrugas en la comisura de sus labios; de tanto sonreír.
—¿Dónde vas con tanta prisa, Aloa?
—¡¡Tengo paquete!! —grito con entusiasmo.
—Hoy es el Día del Libro. —me informa— Hoy la magia existe.
Le sonrío, pero él ya no lo ve. Emilio nos enseñó, cuando eramos niños, que los libros eran una puerta a la sabiduría, a la magia, a un mundo sin límites. Desde entonces, soy una libresca. Una adicta a la palabra escrita.
Cuando llego al Centro de Transmisiones, freno en seco, apenas unas milésimas de segundo hasta que las puertas se abren. Me dirijo a la ventanilla de Recepciones, saludo y digo mi nombre. La mujer que me recibe, me mira por encima de las gafas, no sonríe. Se va, coge un paquete, me hace firmar en una pantalla, me lo da y ni siquiera me dice «adiós». Pero no me importa.
A través del intrauricular solicito permiso para llegar tarde a clase. Me lo conceden y vuelvo a mi habitación.
Me siento encima de la cama, intentando recuperar el aliento. Miro el paquete. No hay remite, pero qué más da. Lo abro y me quedo atónita.
Dentro hay una caja. La abro con cuidado. Está llena de paquetes, cada uno con una nota y un número.
Abro el primero, es un NanoCD —un disco del tamaño de un anillo—. Le doy al play y sé que no dejaré de llorar en todo el día: es una grabación que hicieron mis padres. Mi madre embarazada. Sonríen y no dejan de saludar.
«Aroa, quan veges açò, ja seràs gran. Hui és el teu primer Dia del Llibre, el sant del pare i volem que, d'ací a uns anys, veges com ha canviat el món i aquest dia. Ho celebrem igual?... ».
Durante la grabación, mis padres pasean por Las Ramblas de una Barcelona bulliciosa, con libros por doquier, con flores, con mucha luz. La gente es tan feliz.
Cuando termina, le vuelvo a dar al play. Mi madre haciendo cola para que le firmen un libro, mi padre comprando rosas... mi Sant Jordi virtual. Mi e-Sant Jordi.
Conozco la tradición porque nos la han enseñado, pero nunca la he vivido tan intensamente.
Me seco las lágrimas y sigo abriendo paquetes: un libro, un bloc de notas, un estuche con bolígrafos y lápices... antes de abrir el último paquete, abro la carta. Es de mi abuela:
«Xiqueta meua, aquest records són dels teus pares. Després de tant de temps, per fi t'he trobat. En uns dies seré al teu costat i que millor manera d'avisar-te, que fer-ho com li hagués agradat al teu pare i a la teua mare. Dins d'aquesta caixeta, trobaràs una rosa. No és de veritat, ni tampoc virtual. És una rosa de paper. No fa olor, però mai no morirà, ni tampoc s'espatllarà...».
Cojo la flor con cariño. Antes de ser rosa, fue el capítulo de un libro.

Imagen sacada de aquí

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